miércoles, 9 de febrero de 2011

Memorias

A veces siento la necesidad imperiosa de poder tener la oportunidad de contar la historia de Arturo, su historia desde mi punto de vista o quizá mi historia a partir de él.

Arturo era la persona más impactante que he conocido, podía llegar a una sala llena de gente y todos voltearíamos a verlo a él.

Era un joven atractivo, pero su principal encanto provenía de algo interno, algo que lo distinguía de las demás personas y hacía que todos volteáramos a verlo. Quizá todo residía en su mirada, que era como la de un cachorro que ha vivido abandonado en la calle, era una mirada triste pero cálida y valiente, que hacía que uno quisiera abrazar a esa persona inmediatamente, pero en cuanto nos acercábamos a Arturo era él quien nos abrazaba, y entonces cuando estabas ahí, sentías que ese era el lugar al que pertenecías, te sentías seguro.

Mi amigo se convirtió en una parte tan cotidiana de la vida de quienes lo rodeábamos que, quizá, dejamos de valorar su presencia, sabíamos que él siempre estaría ahí para cuando lo necesitábamos, era como estar en una continua fiesta (y la vida lo era entonces), en la que cada que algo salía mal corríamos a buscar a Arturo, por la simple y sencilla razón que él siempre nos hacía sentir mejor, hasta que un día abandonó la fiesta, sin despedirse, sin que alguien notara como lentamente nos abandonaba, desapareció. No dio explicaciones ni ofreció disculpas, jamás dijo adiós, simplemente se fue.

Y a partir de ahí la vida cambio, mi vida cambio.